He was so damn young.
Patti Smith
Antes de que inicie la obra, al espectador le es permitido ver el escenario: se alcanzan a perfilar algunos elementos en los bultos que resaltan por su negrura contra la opacidad del fondo, sin que se pueda discernir de qué se trata. Se puede intuir lo que hay ahí: la representación de un campo abierto. Se cierra abruptamente el telón ante una expectativa auténtica. El avistamiento de un escenario previo al principio de la función inquieta al público. Se levanta el telón y, como un relámpago, se observa la presencia iluminada de una yegua blanca que, antes de levantarse sobre sus patas traseras, se desvanece. Después del primer holograma se proyecta una manada de caballos que satura el escenario con el estrépito de sus pezuñas antes de que se apague la luz y todo quede de nuevo en una oscuridad profunda. Las imágenes no fueron de la mejor calidad y estaban desenfocadas, pero el impacto fue el de la presencia, tan natural, de tantos caballos.
Imagino esta escena al estar escuchando el álbum Horses, de Patti Smith, y en el ensueño me parece que la sensación de estos espectadores imaginarios fue la que debió de ocurrir a los fanáticos del rock and roll con la aparición de este primer material. Corría el año de 1975. La atmósfera del rock estaba dispuesta para que Bob Dylan lanzara su disco Blood on the Tracks; Pink Floyd, Wish You Were Here, y Queen, A Night at the Opera. El trabajo era el de una joven idealista que se oponía al modo en el que se conformaban los trabajos musicales dentro de la industria: «No quiero llenar de mierda a la gente, y no quiero tampoco que me llenen de mierda. No me gusta un tipo de adoración abstracto, tipo vaca sagrada, sin razón alguna», dijo en la entrevista que le realizó William Burroughs. Este ímpetu juvenil, que prevalece en ella, enfatizó la diferencia entre sólo hacer música y entrar en una industria que ella misma describe como extremadamente viciada, para realizar el tipo de poesía que sería reconocida con el Premio Nobel a Bob Dylan en 2016.
«Jesus died for somebody's sins but not mine / Meltin’ in a pot of thieves, wild card up my sleeve / Thick heart of stone, my sins my own / They belong to me»: con estas líneas queda claro por dónde nos conducirá la poeta desde el lenguaje, y la música va unificando esa atmósfera aparentemente dispersa en el texto. Si uno se acerca a los libros de Patti Smith, lo más probable es que se sufra cierto desencanto al no encontrar profundidad. No ocurre lo mismo al escuchar sus discos: ahí no se percibe la ingenuidad de pretender un discurso exageradamente «poético». En sus libros publicados hay registros importantes, como en Just Kids (relato autobiográfico publicado en 2010) y líneas valiosas en algunos de sus poemas, pero fue en la música donde encontró el mejor modo de expresión para su poesía. Ahí consigue sintetizar las emociones de una época, y las muestra sin complacencias. Confronta e invita a la reflexión al conseguir que nos coloquemos en el estado de ánimo en el que uno debe escuchar esas palabras, y no otras. Así, la expresión consigue la experiencia estética completa y el lenguaje alcanza un nivel de encantamiento al acompañarse de la música que también se mueve de un modo distinto en compañía de lo que nos está diciendo: música y lenguaje forman en Patti Smith un solo cuerpo poético: separarlo sería mutilarlo.
Elías López publica una entrevista, el 30 de diciembre de 2017, donde anota: «la chica que conmocionó al mundo del punk en 1975 con Horses ha terminado convertida en una de las personas más sabias de su tribu». No queda muy claro lo que quiere decir con sabiduría o si hay un dejo de moralidad en el comentario. Lo cierto es que perfila la figura en la que se ha convertido Patti Smith, a pesar de que en la década de los ochenta declaraba que no quería adoración abstracta porque tenía algo que decir y no sentía que la industria de la música estuviera entendiendo qué era eso de lo que ella quería hablar: «sentí que era importante para algunos de nosotros, que teníamos un montón de fuerza acumulada, iniciar una nueva energía. Como no había hecho nada en los sesenta, sólo trabajaba privadamente, sentí que era tiempo de hacer algo. Todo lo que realmente esperaba era iniciar alguna respuesta de otra gente». Esa conciencia generacional la ha vuelto la representante viva de una generación brillante y fatalista en la que la mayoría murió joven, y su mirada nostálgica la ha convertido en un símbolo de aquella juventud idealista de los años setenta.
Su vigencia, por tanto, la ha consagrado como un espíritu de época y como la poeta que intenta ser, con más edad que textos. El 10 de diciembre de 2016, en el Concert Hall de Estocolmo, al interpretar «A Hard Rain's A-Gonna Fall», de Bob Dylan, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel, Patti Smith se lleva las manos al rostro después de disculparse por interrumpir su interpretación. Un momento conmovedor en el que queda expuesto que este trabajo está más cercano a la poesía que al espectáculo. El impacto de una coz en el rostro de quienes la escuchamos con devoción por Dylan.